viernes, 10 de febrero de 2012

Qué es y qué no es la memoria histórica

          En 1994, tras la victoria electoral en Sudáfrica del Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela, se crea la Comisión para la Verdad y la Reconciliación cuyo lema es "Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón". La idea general de dicha comisión, como la de aquellas que tendrán lugar más tarde en América Latina, es que es necesario purgar la violencia pasada mediante el reconocimiento público del daño sufrido por las víctimas, otorgándole así a estas una reparación moral al hacer oficial su estatuto de víctimas de violaciones de derechos humanos, sin por ello hacer valer el principio fiat iustitia pereat mundus que impediría la reconciliación nacional. Se trata de condenar desde la democracia los ataques a la democracia misma personalizados en las agresiones concretas a las víctimas, y así restaurar la confianza en unas instituciones que de lo contrario estarían siempre bajo sospecha de amparar o justificar las violaciones de derechos humanos.
          Con este mismo fin, la construcción de una cultura democrática que ponga término al rencor y el revanchismo, además de medidas como las citadas comisiones de verdad, dentro del ejercicio de la memoria histórica, esto es, de la visibilización de un daño opaco o no reconocido oficialmente hasta ese momento, caerían también la eliminación de elementos que hagan apología de principios o personajes responsables de la violencia y el rescate de rastros materiales del daño perpetrado en el pasado mediante, por ejemplo, la restauración y exhibición desde un punto de vista crítico de campos de concentración u otros escenarios de crímenes contra la Humanidad. He aquí un ejemplo, el campo de concentración de Sachsenhausen, especialmente interesante en tanto rememora el terror de Hitler y de Stalin.
          Estas son pues las dos patas principales de la memoria histórica: el reconocimiento público del daño de las víctimas y su reparación, y la condena oficial de las instituciones o los principios que generaron ese daño. Y de hecho en eso consiste la mal llamada "ley para la memoria histórica" española, cuyo nombre real reza así: Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura. Pero si de eso se trata, ¿qué no es entonces la memoria histórica?

          El reconocimiento de las víctimas del franquismo no es una revancha, porque las víctimas no piden el enjuiciamiento y penas para sus verdugos más allá de la confesión pública de sus crímenes y el reconocimiento del daño causado. Los familiares de víctimas de la Guerra Civil y de la represión franquista no piden enterrar a los asesinos en las fosas comunes en que yacen los cuerpos de sus víctimas, sino el reconocimiento oficial de dichas víctimas como tales (y no como "desaparecidos" o "delincuentes"), la condena del daño que sufrieron y la recuperación, si posible, de los cuerpos. Se trata de que haya un relato público de los hechos y del daño sufrido reconocido como tal daño, esto es, injustificado, indignante, contrario a los principios que animan la democracia. Recuerdo y condena, hacer visible lo invisible.
          "¡Pero hubo víctimas en los dos bandos que se enfrentaron en la Guerra Civil!", se afanan en destacar algunos. Cierto, y todas ellas merecen reconocimiento y reparación, pero hasta ahora solo a las víctimas del bando republicano les han sido negados pues en los años posteriores a la guerra el régimen franquista ya llevó a cabo esa tarea de reconocimiento y reparación de sus propias víctimas en la Causa General instruida por el Ministerio Fiscal sobre la dominación roja en España. Por cierto que el resultado de la Causa General sí fue la persecución, encarcelamiento y fusilamiento de quienes fueron hallados culpables, y por ello no puede considerarse un proceso cuyo fin fuera la reconciliación. Aquello sí fue la institucionalización de la revancha, y por ello sufrieron penas de cárcel personas como Melchor Rodríguez, culpable de ser anarquista y defender la República pero sin crimen alguno en su haber (muy al contrario, se enfrentó durante la guerra a quienes estaban llevando a cabo las "sacas" de prisioneros de la cárceles de Madrid  para su fusilamiento, llegando a amenazar con armar a los reclusos para que se defendieran, un acto de valentía y humanidad que llevó a los franquistas a apodarle "el ángel rojo"). No fue pues la Causa General una comisión de verdad al uso, sino que fue más allá, y por eso no tiene sentido insistir en la reparación de las víctimas de los crímenes que cometió el bando republicano, pues esta ya tuvo lugar con creces, salvo en el caso de aquellas víctimas cuyo daño no fuera reconocido en el proceso de la Causa General (y seguro que las hubo y merecen su reconocimiento hoy tanto como las víctimas del franquismo).

          La eliminación o alteración de símbolos y monumentos franquistas no es borrar la historia, porque esta existe en los libros, manuales y artículos de historia de los cuales nada se va a borrar, los monumentos no son en sí mismos hechos históricos susceptibles de ser borrados, sino celebraciones de acontecimientos históricos. Una estatua, una placa conmemorativa, el nombre de una calle, un arco de triunfo no son historia, sino el soporte físico de una opinión, la materialización de un juicio de valor (laudatorio) acerca de un hecho histórico. Por muchas estatuas ecuestres de Franco que se eliminen de las plazas de las ciudades españolas Franco no desaparecerá de los libros de historia. Los monumentos ensalzan, no así la historia, que debe usar el método científico dentro de sus limitaciones como ciencia del espíritu, y cuyos profesionales son los historiadores y no políticos, periodistas, ideólogos o apologetas (lo siento por revisionistas panfletarios como Pío Moa o César Vidal, dejen la historia a los historiadores). La erección de un monumento es un acto artístico y político, no así la investigación historiográfica. ¿Deben pues eliminarse todos los monumentos en pos de la asepsis científica? No, solo aquellos que por ensalzar valores antidemocráticos supongan denigrar a las víctimas cuyo daño la democracia trata de reparar, y esto excluye los monumentos a las propias víctimas como, por ejemplo, el de Calvo Sotelo, cuya figura conviene recordar como acto simbólico de condena a su asesinato y por ende al resto de asesinatos por motivos políticos. Muy diferente es el caso de arcos del triunfo como el llamado Arco de la Victoria o el nombre de calles de genocidas como Queipo de Llano o Juan Yagüe. Si se trata de construir democracia, ¿qué sentido tiene celebrar figuras y valores antidemocráticos? Para no repetir la historia, para aprender de sus atrocidades, basta con la propia historia y es contraproducente mantener símbolos que justifiquen o incluso celebren dichas atrocidades, en todo caso sí convendría elaborar centros de la memoria a imagen y semejanza de los que existen en Alemania, o añadir a las listas de caídos de muchos cementerios e iglesias a aquellos que no figuran en ellas por haber pertenecido al bando de los vencidos.

          Todo cuanto he dicho hasta ahora no conlleva una defensa de los excesos de ninguno de los dos bandos de la Guerra Civil, tan condenables son las checas y la matanza de Paracuellos como los paseos y la masacre de Badajoz. Pero esto no supone una equidistancia entre la 2ª República y el franquismo, no hay simetría entre ambos regímenes como la que pudiera haber entre el totalitarismo nazi y el de los jemeres rojos de Pol Pot, y con esto voy ya más allá de la mera memoria histórica y paso a tratar de hacer un poco de justicia histórica por higiene democrática.
          Consideremos por un momento lo que supondría nombrar a una plaza "14 de Abril", "18 de Julio" o "1º de Abril". En el primer caso, ¿qué conmemora la fecha? Las consecuencias de un triunfo electoral. Precisamente uno de los rasgos que definen una democracia, las elecciones. Ciertamente la 2ª República funcionó como una democracia muy imperfecta, pero no porque sus valores no fueran auténticamente democráticos, sino porque la gran mayoría de sus actores no lo eran, ni en la izquierda ni en la derecha. Pero que los anhelos totalitaristas amenazasen la 2ª República a diestra y siniestra no la convierte en un regimen antidemocrático, convierte en antidemócratas a sus habitantes. Pensemos ahora en las otras dos fechas, una conmemora un golpe de Estado y la otra la victoria de una parte de los españoles sobre la otra parte. ¿Son estos hechos que puedan ayudar a construir una democracia, presumen las democracias de basarse en guerras civiles y golpes de Estado, es acaso democrática la imposición violenta, son esos los cimientos de una sociedad democrática? No. No es posible establecer simetría alguna entre la 2ª Republica y el franquismo, aquella no es el reverso rojo del segundo, nuestra Constitución podría beber (y de hecho bebe) de los valores de la Constitución de la 2ª República, pero no podría hacerlo de los valores del franquismo, o al hacerlo debería renunciar a los valores democráticos, esto es, a ser una auténtica constitución.
          Y ahora iré un paso más allá, no se trata solo de que el orden republicano fuese legítimo y no así el del regimen franquista, o que la 2ª República fuese una democracia (trufada por desgracia de actos antidemocráticos) y el franquismo una dictadura, sino que las atrocidades cometidas durante la Guerra Civil por uno y otro bando tienen, en gran parte que no en su totalidad, un carácter distinto: las que tenían lugar en suelo republicano se hacían contra la ley, contra el orden republicano, las que tenían lugar en suelo franquista conforme a la ley. Las sacas de la Modelo y otras cárceles madrileñas que acabaron con la vida de miles de presos políticos seguramente fueron orquestadas por parte de la Junta de Defensa de Madrid, con lo que tenían como mínimo un carácter semi-oficial, pero fue la propia República quien les puso fin y no el absoluto exterminio del contrario. En el bando franquista en cambio la consigna oficial era la aniquilación del adversario. No hubo voces del lado franquista que condenaran como sí lo hace Julián Zugazagoitia, diputado socialista en la 2ª República, los crímenes del bando propio. No es posible encontrar un testimonio tan crítico con los desmanes propios como Guerra y vicisitudes de los españoles entre los partidarios de Franco.
          Conocemos estos hechos y podemos sacar estas conclusiones porque no es cierto que haya habido, como suele afirmarse muy a la ligera, un "pacto de silencio". Desde el inicio de la democracia la investigación historiográfica en torno a la Guerra Civil y el franquismo no ha sido refrenada en absoluto sino todo lo contrario, el acuerdo que tiene lugar en la Transición no es el de sumir en el olvido la Guerra Civil sino, como le oí decir en una conferencia a Javier Rodrigo, autor de Los campos de concentración franquistas: entre la historia y la memoria, el de no instrumentalizar políticamente ni el franquismo ni la Guerra Civil, pacto que se ha roto ya al llegar al poder una generación de políticos que no participó en la Transición. Entiendo que se les acuse de romper unilateralmente aquel pacto tácito, pero aquellos que más fieramente acusan a estos políticos de abrir viejas heridas son quienes les echan sal para que no cicatricen por no condenar firmemente el golpe de Estado del 36 y la dictadura franquista. ¿Si de verdad se quiere olvidar aquello, entonces por qué resistirse a eliminar del callejero aquello que lo recuerda constantemente? El argumento del olvido restañador de heridas es hipócrita mientras siga habiendo monumentos y calles que no hagan otra cosa que recordar continuamente a aquellos que causaron ese daño que ahora es necesario reparar. Todos aspiramos al cierre definitivo de las heridas de la Guerra Civil, pero cada vez que veo una "Avenida del 18 de Julio" en alguna ciudad de España me resulta imposible no pensar en mi abuelo encarcelado durante la guerra por el simple hecho de ser maestro y de ser republicano, pero no por haber hecho jamás ningún mal a nadie. Cuando ya no haya en todo el país nombres de calles que recuerden injusticias como esa se habrá consumado, por fin, la ansiada reconciliación.

          "Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordaran, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: [...] Paz, Piedad y Perdón." Manuel Azaña, Discurso en el Ayuntamiento de Barcelona (18 de julio de 1938).


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