viernes, 3 de agosto de 2012

El problema de España

          "La decadencia española consiste pura y simplemente en falta de ciencia, en privación de teoría" sentenciaba Ortega hace poco menos de un siglo, y me temo que esto no es menos cierto ahora. Para Ortega, España en sí misma era un problema filosófico pues, a diferencia de Europa que representaría la actitud científica, nuestro país trataba de construir el conocimiento sobre los cimientos de un subjetivismo visceral. Frente al rigor, la precisión y el método del objetivismo europeo que garantiza una discusión racional como camino hacia la verdad, en España "alabamos o contradecimos con los nervios" sobre cuestiones no definidas previamente, confusas, tratadas sin método alguno y sin acuerdo sobre los criterios que permitirían a una de las partes en liza ceder ante los argumentos de la otra parte. El objetivismo europeo permite la construcción de teorías, de las que se compone la ciencia, mientras que el voluntarismo español no genera sino ideales (ni siquiera ideas), que nunca logran constituir un saber en tanto son puramente subjetivos, y por tanto inconmensurables.
          Es cierto que Ortega abandonó esta primera etapa objetivista dando paso al perspectivismo, y que la posmodernidad en que vivimos representa el fin de los grandes relatos, pero cabe entender ambos hechos no como el fin absoluto de la objetividad y de los metarelatos históricos, sino del dogmatismo objetivista y teleológico de la modernidad, esto es, la asunción de que nuestra fe en la razón y la historia debe cohabitar con una cierta distancia irónica (algo así como las reservas con que Sócrates trataba el conocimiento aun estando dispuesto a defenderlo con su vida). Creo que el diagnóstico de Ortega es acertado, "España es el problema y Europa es la solución". No, obviamente, por el inminente rescate, sino desde el punto de vista de la actitud respecto del conocimiento, del método, del rigor, del esfuerzo y el trabajo incluso. España (y el resto de países rescatados o en vías de rescate) está aún a medio europeizar, y quiero tentar aquí un pequeño relato indagando sobre las causas de este atraso que dura ya siglos y que ingenuamente creímos haber enterrado, pero que la realidad se ha ocupado de sacar de nuevo a la superficie de forma brutal.
          Mi metarelato no es muy original, es también bastante clásico: la culpa la tiene la Iglesia. Pero no la institución, sino los valores que esa institución representa y que han ido calando hasta el tuétano de los españoles, incluso de aquellos que ahora no reconocen autoridad alguna a la Iglesia sino todo lo contrario (porque aquí, la izquierda, es tan católica en su izquierdismo como la derecha en su derechismo, de ahí esas frases manidas, tontorronas y en el fondo ultraconservadoras de "Jesús era de izquierdas" que con cierta autocomplacencia recitan como una letanía algunos pseudoateos de la pseudoizquierda). Y creo que concretamente atenaza el progreso de España un valor, o una idea: esfuerzo equivale a sacrificio.
          A poco weberiano que se ponga uno, creo que es difícil no atribuir parte de nuestro desastre a la cultura del catolicismo frente a la del protestantismo, de ahí la gravedad de la crisis en Portugal, Irlanda, Italia, España y en la ortodoxa Grecia. La del catolicismo es una cultura del pelotazo espiritual que se aplica a la vida en general, un arrepentimiento de última hora permite obtener el máximo premio, que en el caso del protestantismo es incierto. Basta la extrema unción y por arte de birlibirloque una vida de latrocinio es purgada y el paraíso queda asegurado. La tan cacareada cultura del esfuerzo de la derecha española es irreal porque en la cultura católica el esfuerzo se entiende como sacrificio, no como trabajo. En España el sufrimiento es un fin en sí mismo, es nihilismo puro, es el dolor por sí solo lo que acerca a Dios y no la prosperidad que resulta del mérito. La desgracia es lo que garantiza el Cielo, la prosperidad no es un indicio, como en el protestantismo, del amor de Dios, pues se sobreentiende que dicha prosperidad no tiene que ver con el trabajo sino con la buena familia, el apellido, la nación, las creencias... o en general con estar en el bando de los buenos. Lo importante es pertenecer a la ecclesia, a la comunidad (adecuada, auténtica, pura). Así que de cultura del mérito y el esfuerzo, nada, vivimos en una especie de aristocracia salvífica.
          Un elemento que los países de la Europa mediterránea tienen en común (y diría que no es sino un corolario del catolicismo) es el machismo, que es lo que hace, entre otras cosas que la productividad no se mida en objetivos cumplidos, sino en tiempo. Esos machotes que parecen odiar a su familia y entienden el trabajo como pasar el día en la oficina sin llegar a casa más que cuando los hijos están dormidos, o como mucho listos para un besito de buenas noches, conducen a esa demencial jornada laboral del sector privado que empieza tarde y acaba más tarde aún, con una enorme pausa para comer. Una vez más el esfuerzo se entiende como sacrificio y no como trabajo: hay que sacrificar la familia, o las vacaciones, o los hobbies, o, ¿por qué no?, la felicidad. En España lo que mide el esfuerzo realizado es el tiempo dedicado a la labor que sea y no los resultados obtenidos, se paga la hora extra, no el contenido de dicha hora, se entiende que trabaja mucho quien pasa muchas horas en el trabajo. A parte de porque pone el acento no ya en el trabajador sino en el empleador, el cambio de nombre del Ministerio de Trabajo por el de Ministerio de Empleo es significativo, pues un empleo se define en el fondo por la pertenencia a una plantilla (una vez más no importa el hacer, sino el ser, el pertenecer) pero el trabajo consiste en la labor realizada, en la tarea, en la producción. Las agencias de empleo son agencias de colocación, precisamente lo que hacen al emplear es colocar a alguien en un lugar, ubicarle. Nótese la diferencia entre "he conseguido trabajo" y "he conseguido un empleo", ambas expresiones no son equivalentes, en la primera se sobreentiende que uno ha encontrado una labor que realizar (remunerada por supuesto), en la segunda una colocación, una fuente de ingresos (sea la labor que sea). La diferencia es sutil, pero por eso puede encontrarse "trabajo" pero no "empleo" sino "un empleo", esto es, una forma de ser empleado, una utilidad para alguien. De los escalones que distingue Hanna Arendt, no es que no alcancemos el nivel de la vita activa, es que ni siquiera alcanzamos el de homo faber, somos meros animal laborans. No se valora otro fruto del trabajo que el que sea medio de subsistencia, porque en eso consiste precisamente el sacrificio (esto es, según nuestra cultura, el esfuerzo) en renunciar a disfrutar la vida por sí misma, incluso en la acción productiva, el trabajo será mera ocupación, el premio está más allá de la vida. Y así es imposible generar un sistema productivo competitivo, dado que no creemos en esa competición, sino en la remuneración del tiempo de sufrimiento, que es lo que entendemos por trabajo, y por ello nuestro sector privado en gran parte no participa del liberalismo, sino de una cultura de la subvención (por poner un ejemplo, la mayor parte de colegios privados no busca clientes para su servicio, busca el concierto, esto es, que el Estado subvencione su servicio).
          En fin, deberíamos entender el trabajo como praxis, como acción transformadora, pero no, es mero "sudor de la frente" con que ganar el pan, aunque eso no debería preocuparnos porque, ya se sabe, frente a nuestra desidia y desdicha, Dios (el Estado, la nación, el partido, papá...) proveerá.
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